Capitaine Paul Lemerle



textos vlady


El 24 de marzo de 1941, alrededor de 300 refugiados -entre los cuales se encontraban Victor Serge y Vlady-, se embarcaron en el buque Capitaine Paul Lemerle con rumbo a Martinica. Ibán tambiénAndré Breton, Víctor Serge, Claude Lévy-Strauss, Anna Seghers, Wilfredo Lam, Alfred Kantorowicz y tantos más. He aquí los recuerdos de Vlady, recopilados por Claudio Albertani:

Al fin, gracias a las gestiones de Fry, nos embarcamos rumbo al nuevo mundo en El Capitaine Paul Lemerle, un viejo mercante que disponía de siete u ocho camarotes. Lo ocupamos unas 150 personas, no más de 50 pertenecientes al Comité. Los otros eran españoles republicanos, antifascistas de varios países, burgueses que no le veían perspectiva a la vieja Europa y judíos que huían de las persecuciones raciales de los nazis. Íbamos rumbo a La Martinica, posesión francesa de allende el mar, entonces bajo el control del régimen de Vichy, lo cual era la única manera de salir de Francia para los apátridas como nosotros. Viajamos con gran precaución y hubo momentos pintorescos y tragicómicos. Nos habían avisado que los alemanes nos podían atacar en cualquier momento, porque corría la voz (falsa, naturalmente) de que transportábamos material bélico. Angustiados por el peligro de tropezar con algún submarino, nos dirigimos rápidamente hacia Orán, Argelia, para abastecernos de alimentos y combustibles. El puerto estaba cerrado y tuvimos que ir hasta Casablanca, en donde nos quedamos un día. Después seguimos hacia el sur y el paisaje africano se convirtió en algo extremadamente monótono: desierto, rocas y mar.

El viaje se hizo en condiciones malsanas: nos encontrábamos en un campo de concentración flotante. Los camarotes se habían reservado a los franceses, entre ellos André Bretón y el entonces desconocido antropólogo Levy Strauss que parecía más bien un seminarista. Todos los demás dormíamos a la intemperie, sobre tablas en madera sin pulir. En el trayecto, tuvimos muchos problemas, sobre todo de alimentación. Como no había refrigeración, el Comité había comprado algunos puercos, vacas y reces para matar durante el viaje. El capitán tenía planeado vender los animales en algún puerto, sin embargo, un marino lo denunció y hubo un primer motín que resultó victorioso. Después, estalló la lucha por el pan. El alimento era bastante bueno, pero se vendía, en lugar de distribuirse con la comida ya que había sido pagado por Fry. En fin, el viaje fue todo menos cómodo y las condiciones era tanto más difíciles a causa de la suciedad. Al otro lado del ganado, por ejemplo, estaban las letrinas que con los movimientos del barco se desbordaban y se cruzaban con la suciedad de los animales, llegando a veces a filtrarse donde dormía la gente.

Ni Serge, ni Bretón se involucraron en las protestas, limitándose a observar el desenlace de los acontecimientos. Mi padre hizo a bordo lo mismo que en todas partes y durante toda su vida: conferencias. Organizaba sus pláticas en la parte de proa porque el viento venía de atrás. Hablaba de la guerra, el nazismo y el comunismo. Cuando atravesamos el trópico se emocionó mucho. Siempre había sido un enamorado de las estrellas y ahora, por primera vez, veía las constelaciones del sur. Yo pintaba y estudiaba: recuerdo que leí El Elogio de la locura de Erasmo. También pasé mucho tiempo con el pintor cubano Wifredo Lam que en París me había dado una impresión de gran elegancia. Ahora, a medida que nos acercábamos al Caribe, veía desvanecer su tono exótico.

Llegamos a la Martinica en una noche fascinante, con estrellas resplandecientes reflejadas en la mar, como en un cuadro vangoghiano. Los franceses, Bretón entre ellos, bajaron al puerto de Fort de France; a los extranjeros nos confinaron en un fuerte del siglo XVII que había sido un hospital de leprosos. No teníamos pasaporte, ni mucho menos una visa: éramos los derrotados de la revolución mundial. De repente escuchamos la música de un baile tropical. Habíamos llegado a otro mundo.