La travesía Marsella - la Martinica en los recuerdos del antropólogo Claude Levi-Strauss
Me enteré, por ciertas conversaciones escuchadas en el puerto, de que un barco partiría pronto para la Martinica. De dársena en dársena, de oficina en oficina, averigüé finalmente que el barco en cuestión pertenecía a la misma Compagnie des Transports Maritimes de la cual la misión universitaria francesa en el Brasil se había constituido en clientela fiel y muy exclusiva durante los años precedentes. Un día de cierzo invernal, en febrero de 1941, encontré, en unas oficinas sin calefacción y en parte desocupadas, a un funcionario que antaño nos presentaba los saludos de la compañía. Sí, el barco existía; sí, iba a partir; pero era imposible que yo viajara en él. ¿Por qué? ¿No me daba cuenta? Él no podía explicármelo, no sería como antes. Pero, ¿cómo? ¡Oh!, muy largo, muy penoso, él no podía ni siquiera imaginarme allí. El pobre hombre veía aún en mí a un modesto embajador de la cultura francesa; yo, por mi parte, ya me sentía prisionero en un campo de concentración. Por lo demás, acababa de pasar los dos años anteriores primero en la selva virgen, después, de acantonamiento en acantonamiento, en una retirada descabellada que me había conducido desde la línea Maginot a Béziers, pasando por Sarthe, Corréze y Aveyron, de trenes de ganado a rediles; los escrúpulos de mi interlocutor me parecían incongruentes. Me veía en los océanos, retomando mi existencia errante, compartiendo los trabajos y las frugales comidas de un puñado de marineros lanzados a la aventura en un barco clandestino, durmiendo sobre el puente y librado durante largos días a la benefactora intimidad con el mar.
Finalmente obtuve mi pasaje para el Capitaine-Paul-Lemerle, pero sólo empecé a comprender el día del embarque cuando atravesé los cercos de guardias móviles encasquetados y con ametralladora calada, que encuadraban el muelle y cortaban cualquier contacto de los pasajeros con los parientes y amigos que habían venido a despedirlos, abreviando los adioses con empujones e injurias; era verdaderamente una aventura solitaria o, más bien, una partida de galeotes. Aún más que la manera en que se nos trataba, lo que me llenaba de estupor era el excesivo número de pasajeros: se hacinaban alrededor de trescientas personas en un vapor que --en seguida iba a comprobarlo-- solamente tenía dos cabinas, con siete literas en total. Una de ellas había sido asignada a tres señoras; la otra sería compartida por cuatro hombres, entre los que yo me contaba --exorbitante favor que se debió a que M. B. (gracias le doy desde aquí) se sentía imposibilitado para transportar, como si se tratara de ganado, a uno de sus antiguos pasajeros de lujo--; todos mis compañeros restantes --hombres, mujeres y niños-- eran amontonados en bodegas sin aire ni luz, donde algunos calafates habían improvisado camas superpuestas provistas de jergones. De los cuatro varones privilegiados, uno era un comerciante en metales, austríaco, que sólo él sabía, sin duda, lo que le había costado esta ventaja; otro, un joven beké --rico criollo-- separado por la guerra de su Martinica natal, que merecía un tratamiento especial, ya que en el barco era el único no reputado como presunto judío, extranjero o anarquista; el último, finalmente, un singular personaje oriundo de África del Norte, que pretendía ir a Nueva York sólo por unos días (extravagante proyecto si se tiene en cuenta que tardaríamos unos tres meses para llegar); llevaba un Degas en la valija y, aunque judío como yo, aparecía como persona grata frente a todos los policías, gendarmes y servicios de seguridad de las colonias y protectorados: asombroso misterio en esas circunstancias, que nunca llegué a penetrar.
La canalla --como decían los gendarmes-- comprendía, entre otros, a André Bretón y a Víctor Serge. André Bretón, muy incómodo en esa galera, deambulaba en todas direcciones por los pocos espacios vacíos del puente; vestido de felpa, parecía un oso azul. Iba a comenzar entre nosotros, en el transcurso de ese interminable viaje, una durable amistad, con intercambio de correspondencia que se prolongó durante bastante tiempo y donde discutiríamos sobre las relaciones entre belleza estética y originalidad absoluta.
En cuanto a Víctor Serge, su pasado como compañero de Lenin me intimidaba, al tiempo que experimentaba la mayor de las dificultades para integrarlo en su personaje, que más bien evocaba una vieja señorita de ciertos principios. Ese rostro lampiño, esos rasgos finos, esa voz clara unida a maneras afectadas y prudentes, presentaban el carácter casi asexuado que más tarde iba a reconocer entre los monjes budistas de la frontera birmana, muy alejado del temperamento viril y de la superabundancia vital que la tradición francesa asocia con las actividades subversivas.
Ocurre que tipos culturales que se reproducen con bastante semejanza en cada sociedad, porque se construyen en torno de oposiciones muy simples, son utilizados por cada grupo para llenar funciones sociales diferentes. El de Serge había podido actualizarse en una carrera revolucionaria en Rusia. ¿Qué hubiera sido de él en otra parte? Sin duda, las relaciones entre dos sociedades se facilitarían si, por medio de una especie de gráfico, fuera posible establecer un sistema de equivalencias entre las maneras como cada uno utiliza tipos humanos análogos para llenar funciones sociales diferentes. En lugar de limitarse, como se hace hoy, a confrontar médicos y médicos, industriales e industriales, profesores y profesores, quizá surgiría la evidencia de que existen correspondencias más sutiles entre los individuos y los papeles.
Además de su carga humana, el barco transportaba no sé qué material clandestino; pasamos una enorme cantidad de tiempo en el Mediterráneo y en la costa occidental de África refugiándonos de puerto en puerto para escapar, según parecía, de la fiscalización de la flota inglesa. A veces, los titulares de pasaportes franceses eran autorizados a descender a tierra; los otros permanecían encerrados en los pocos decímetros cuadrados de que cada uno disponía, sobre un puente que el calor --creciente a medida que nos acercábamos a los trópicos y que volvía intolerable la permanencia en las bodegas-- transformaba progresivamente en una combinación de comedor, dormitorio, sala de lactantes, lavadero y solario. Pero lo más desagradable era lo que en el regimiento se llama «el aseo». Simétricamente, a lo largo del empalletado, a babor para los hombres y a estribor para las mujeres, la tripulación había construido dos pares de barracas de tablas, sin aire ni luz; una de ellas incluía algunas duchas alimentadas sólo por la mañana, la otra, provista de un largo desaguadero de madera groseramente forrada de cinc por dentro, que desembocaba en el océano, servía a los fines que se adivinan; los enemigos de una promiscuidad demasiado grande y aquellos a quienes les repugnaba acuclillarse en conjunto, cosa que, por otra parte, el balanceo volvía inestable, no tenían más remedio que despertarse muy temprano; durante toda la travesía se organizó una especie de carrera entre los delicados, de modo que, finalmente, sólo podía esperarse una relativa soledad a eso de las tres de la mañana, no más tarde. Terminamos por no acostarnos.
Dos horas más o menos, y ocurría lo mismo con las duchas, donde si bien no intervenía la misma preocupación por el pudor, sí existía la de hacerse un lugar en la turbamulta, donde un agua insuficiente y como vaporizada al contacto de tantos cuerpos húmedos ni siquiera descendía hasta la piel. En ambos casos existía el apuro por terminar y salir, pues esas barracas sin ventilación estaban construidas con tablas de abeto fresco y resinado que, impregnadas de agua salada, de orina y de aire marino, fermentaban bajo el sol exhalando un perfume tibio, azucarado y nauseabundo que unido a otros olores se volvía pronto intolerable, sobre todo si había oleaje.
Cuando al cabo de un mes de travesía se distinguió, en medio de la noche, el faro de Fort-de-France, no fue la esperanza de una comida aceptable, de una cama con sábanas ni de una noche apacible lo que ensanchó el corazón de los pasajeros. Toda esta gente que hasta el momento de embarcarse había gozado de lo que los ingleses llaman graciosamente las «amenidades» de la civilización, había sufrido más que hambre, cansancio, insomnio, promiscuidad o desprecio: había sufrido suciedad forzada, agravada aún más por el calor que había hecho durante esas cuatro semanas. Había a bordo mujeres jóvenes y bonitas; se habían esbozado flirteos, se habían producido acercamientos. Para ellas, mostrarse finalmente bajo un aspecto favorable antes de la separación era más que una preocupación de coquetería, era un documento que levantar, una deuda que pagar, la prueba lealmente debida de que ellas no eran de verdad indignas de las atenciones que, con conmovedora delicadeza, consideraban que tan sólo se les habían hecho a crédito. Por lo tanto, no solamente había un aspecto cómico sino también algo discretamente patético en ese grito que subía de todos los pechos y reemplazaba el «¡tierra! ¡tierra!» de los relatos tradicionales de navegación: «¡Un baño! ¡finalmente un baño! ¡mañana un baño!», se oía por todas partes al tiempo que se procedía al inventario febril del último pedazo de jabón, de la toalla limpia, de la prenda reservada para esa gran ocasión.
Claude Levi-Strauss, Tristes Trópicos, Ediciones Paidos Ibérica,
pp. 26-30